sábado, 21 de enero de 2017

NOTICIA DEL SABADO 14/01/2014

Cuando el escritor es el paisaje

Hay un fotógrafo, hay una cámara, hay un paisaje. Ese paisaje es un rostro. El rostro austero, de ojos de fiebre, de un señor llamado Samuel que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Esperando a Godot. O el rostro de bigote casi cómico de un señor llamado James que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Finnegans Wake. O el rostro estepario de una mujer llamada Virginia que ha escrito, entre otras cosas, algo llamado Las olas. Hay un fotógrafo, hay una cámara, hay un rostro. Sólo que no es cualquier rostro, sino un rostro que estaba ahí cuando ese hombre o esa mujer escribieron Mientras agonizo o Cien años de soledad o Matar a un ruiseñor. Un rostro que fue testigo. Hay una cámara, hay un rostro, hay un fotógrafo que espera el instante preciso para disparar y lograr… ¿qué? ¿La imagen definitiva de Beckett, Neruda, Woolf? ¿Una figurita más para su colección, una extraña forma del autógrafo? En el siglo XIX, el francés Gaspard-Félix Tournachon (Nadar) les puso rostro a través de la fotografía a Victor Hugo, Baudelaire, Alejandro Dumas. Desde entonces, muchos fotógrafos han dedicado parte de su obra al retrato de escritores. Pero si el atelier de un artista plástico es una cornucopia de situaciones visuales excitantes, si un actor es un cheque en blanco de histrionismo, ¿qué interés pueden despertar los escritores cuya actividad consiste en permanecer inmóviles rodeados de una escenografía que, con excepciones, recuerda a la de los programas de cable de bajo presupuesto: diversas combinaciones de biblioteca-silla-escritorio y, si hay suerte, un gato? Es un día de noviembre de 2016 y el fotógrafo chileno Luis Poirot está tenso.
—Tengo que ir mañana a fotografiar al poeta Claudio Bertoni. Y ya estoy nervioso. Esto es como una cita a ciegas. ¿Qué va a pasar ahí? La foto es un pretexto para tener una conversación con los escritores que me interesan. A veces hablamos dos horas y hacemos la foto en 15 minutos.
De chico, Poirot era un lector ávido, estudiaba teatro y, durante los ensayos, comenzó a tomar fotos de sus compañeros. Un día, la editorial Zig-Zag le pidió retratos de escritores chilenos para las portadas de sus libros y allá fue, sin mucha idea. Lo que empezó siendo un trabajo alimenticio se transformó en un plan: a sus 75 años, tiene un archivo que incluye a Nicanor Parra, José Donoso, Pedro Lemebel, Pablo Neruda, entre muchísimos. Sus fotos son planos secos, en blanco y negro y en papel, y él las trae al mundo en un parto lento y analógico, repleto de líquido revelador, bandejas, luz roja, ácidos.
—En el retrato fui dejando de lado el entorno. Me concentro en el paisaje del rostro. El retrato está en los ojos. En el brillo que es muy efímero y a veces aparece y muchas veces no. A José Donoso lo fui fotografiando hasta el final, que estaba muy enfermo. Llegó al taller. Se sentó en un taburete y empezamos a hacer las fotos. Se quedaba dormido, yo le gritaba: “¡Pepe!”. En un momento le dije: “Pepe, sácate los anteojos”. Me dijo: “No, yo soy con anteojos”. Y le dije: “No. Sácatelos”. Y se sacó los anteojos y apareció el rostro terrible de la proximidad con la muerte. Apareció la mitad angelical que era él y la otra mitad del hijo de puta que también era él. Y saqué esa foto. La odió. Prohibió que se publicara. Pero su hija Pilar le dijo: “Es el mejor retrato que te hayan hecho”.
Hoy todo el mundo tiene un rostro a dos clics de distancia. Pero cuando en la primera mitad del siglo XX nadie lo tenía, cuando James Joyce era casi solamente un nombre, como lo eran Sartre o Jean Cocteau, Gisèle ­Freund le puso rostro a la intelectualidad europea: Joyce, Valèry, Breton. Todo empezó por azar, con una nota que le envió André Malraux, cuyo libro La condición humana iba a reimprimirse. El necesitaba fotos y ella le pidió que fuera a su casa. “Me sentía incómoda”, escribe Freund. “(…) Uno de los grandes escritores de la época estaba frente a mí, y mi fotografía tenía que mostrar su rostro al mundo entero”. Malraux salió a la terraza, encendió un cigarrillo. Freund escribió: “Si pudiera (…) fijar uno de sus gestos más significativos, llegaría a expresar mejor al hombre que cualquier imagen de sus rasgos”. ¿Cómo se puede estar atenta a los detalles técnicos cuando lo que importa es abducir la esencia del otro y transformarla en una foto que, si todo sale bien, arrastrará la imagen del escritor a través de los siglos? Entonces Freund tuvo una idea: le preguntó si él creía que la fotografía era un arte y Malraux empezó a teorizar. “Había conseguido desviar su atención del aparato y fue así como pude sorprenderle natural. (…) Con los años llegaría a elaborar una técnica para forzar a mi modelo a hablar de cosas que le preocuparan, con el único objetivo de hacer que se olvidara del aparato”. Lo que había empezado por azar terminó en una hidra de rostros que ella expandió usando, como mecanismo de convicción, su propio trabajo: mostrándolo a los autores, generando en ellos el deseo de estar en ese círculo áulico de elegidos. Para que James Joyce le permitiera retratarlo, Freund acarreó hasta su casa un proyector, una pantalla y una caja con fotos. Estuvo más de una hora proyectando rostros de autores hasta lograr el santo grial, la frase: “¿Cuándo quiere fotografiarme?”.

FUENTE: http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/29/babelia/1483035898_874075.html

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